Esta es la situación: dos hombres jóvenes, quizá de la misma edad, son compañeros de viaje en el tren, el ómnibus, o el metro que los lleva diariamente hacia sus obligaciones laborales. Las de ambos parecen vidas paralelas: tienen la misma edad, casi la misma altura. Ambos están casados, ambos son padres.
Son hombres simples e inteligentes. El trato entre ambos es cordial, casi amistoso. Tienen un desarrollado sentido crítico y eso hace posible el respeto mutuo. Reunidos allí, durante una hora diaria, entablan conversaciones diversas, algunas frívolas, otras solemnes. Comentan las noticias del mundo, se lamentan por las injusticias, ponderan logros de la modernidad. A veces, no sin orgullo, rememoran su infancia o intercambian anécdotas de su vida cotidiana, de las travesuras de sus hijos, de su alegría.
Los dos han tenido una educación similar: miembros de la clase media, nunca asistieron a la obtención de bienes más que por el trabajo, y quizá hayan aprendido una lección común: que es poca la felicidad que se gana sin esfuerzo. Pero el esfuerzo vale la pena.
Cada cual parece un espejo del otro, menos en un aspecto: en sus creencias. El uno es un creyente, un católico sino fervoroso, sí firmemente convencido, más integrista que la media quizás. El otro, es ateo y practica con pasión el escepticismo. La disidencia alimenta discusiones entre ambos, aunque nunca mina el aprecio del uno por el otro.Pero en general, ésa es la situación: ambos son buenas personas, y ello acaso los haga un poco más especiales, si es que es cierto que escasean las buenas personas.
¿De qué modo entonces Dios es importante para ellos? Si quitamos el día domingo, por ejemplo, en el que uno asiste a misa y el otro se queda en casa leyendo o mirando televisión, no parece que Dios tuviera incidencia real. Es cierto: para el primero, tal vez su felicidad proviene de Dios. Para el segundo, él mismo ha debido forjarse su propia felicidad, ya que este bien no es provisto gratuitamente.
Más allá de las anécdotas en sí, habría que preguntarse qué valor tienen éstas como evidencia: ¿que ambos sean buenos hombres es producto de la fe en Dios, como dice el primero? ¿O ser honestos y felices, amables y amados, resultó de una decisión personal y humana, ajena a lo divino? No parece relevante que uno de los hombres asevere que el “camino” de la felicidad está trazado por Dios, si es que el otro puede ser feliz y tener su propio sistema de valores sin ningún Dios en el horizonte.
¿Dios, la religión, la fe, son necesarios para la bondad? O mejor, aun: ¿para la felicidad? Sería absurdo atribuir a Dios los “buenos” actos del segundo, que descree de Dios, por el mero hecho de que sean “buenos”. Es un argumento ciertamente forzado suponer que la bondad sólo proviene de Dios. Ante una aseveración de tal naturaleza, uno podría cuestionar: ¿por qué sólo la bondad y no también la maldad? ¿Por qué no sería el hombre el verdadero dueño de su bondad, si es él realmente quien la cultiva o la desprecia, si en cada oportunidad de todas las que se le presentan tiene la libertad de ser realmente “bueno” o “malo”?
Si la bondad y la felicidad (en realidad, las cosas buenas y los momentos felices) son posibles en los dos hombres, aun cuando el primero “tenga” a Dios y el otro no, un buen experimento sería proponerle al primero que deseche a su Dios. Posiblemente así descubramos si estas virtudes tan humanas son posibles o imposibles sin religión, sin Dios, sin fe. Al no tener Dios, ¿dejará ese joven de ser un buen hombre? Quizá el descubrimiento resulte en aquello que tan bien expresó Steven Weinberg, premio Nobel de Física en 1979: “Con o sin religión, habría buena gente haciendo cosas buenas, y gente malvada haciendo cosas malas. Pero para que la buena gente haga cosas malas hace falta religión”.
Son hombres simples e inteligentes. El trato entre ambos es cordial, casi amistoso. Tienen un desarrollado sentido crítico y eso hace posible el respeto mutuo. Reunidos allí, durante una hora diaria, entablan conversaciones diversas, algunas frívolas, otras solemnes. Comentan las noticias del mundo, se lamentan por las injusticias, ponderan logros de la modernidad. A veces, no sin orgullo, rememoran su infancia o intercambian anécdotas de su vida cotidiana, de las travesuras de sus hijos, de su alegría.
Los dos han tenido una educación similar: miembros de la clase media, nunca asistieron a la obtención de bienes más que por el trabajo, y quizá hayan aprendido una lección común: que es poca la felicidad que se gana sin esfuerzo. Pero el esfuerzo vale la pena.
Cada cual parece un espejo del otro, menos en un aspecto: en sus creencias. El uno es un creyente, un católico sino fervoroso, sí firmemente convencido, más integrista que la media quizás. El otro, es ateo y practica con pasión el escepticismo. La disidencia alimenta discusiones entre ambos, aunque nunca mina el aprecio del uno por el otro.Pero en general, ésa es la situación: ambos son buenas personas, y ello acaso los haga un poco más especiales, si es que es cierto que escasean las buenas personas.
¿De qué modo entonces Dios es importante para ellos? Si quitamos el día domingo, por ejemplo, en el que uno asiste a misa y el otro se queda en casa leyendo o mirando televisión, no parece que Dios tuviera incidencia real. Es cierto: para el primero, tal vez su felicidad proviene de Dios. Para el segundo, él mismo ha debido forjarse su propia felicidad, ya que este bien no es provisto gratuitamente.
Más allá de las anécdotas en sí, habría que preguntarse qué valor tienen éstas como evidencia: ¿que ambos sean buenos hombres es producto de la fe en Dios, como dice el primero? ¿O ser honestos y felices, amables y amados, resultó de una decisión personal y humana, ajena a lo divino? No parece relevante que uno de los hombres asevere que el “camino” de la felicidad está trazado por Dios, si es que el otro puede ser feliz y tener su propio sistema de valores sin ningún Dios en el horizonte.
¿Dios, la religión, la fe, son necesarios para la bondad? O mejor, aun: ¿para la felicidad? Sería absurdo atribuir a Dios los “buenos” actos del segundo, que descree de Dios, por el mero hecho de que sean “buenos”. Es un argumento ciertamente forzado suponer que la bondad sólo proviene de Dios. Ante una aseveración de tal naturaleza, uno podría cuestionar: ¿por qué sólo la bondad y no también la maldad? ¿Por qué no sería el hombre el verdadero dueño de su bondad, si es él realmente quien la cultiva o la desprecia, si en cada oportunidad de todas las que se le presentan tiene la libertad de ser realmente “bueno” o “malo”?
Si la bondad y la felicidad (en realidad, las cosas buenas y los momentos felices) son posibles en los dos hombres, aun cuando el primero “tenga” a Dios y el otro no, un buen experimento sería proponerle al primero que deseche a su Dios. Posiblemente así descubramos si estas virtudes tan humanas son posibles o imposibles sin religión, sin Dios, sin fe. Al no tener Dios, ¿dejará ese joven de ser un buen hombre? Quizá el descubrimiento resulte en aquello que tan bien expresó Steven Weinberg, premio Nobel de Física en 1979: “Con o sin religión, habría buena gente haciendo cosas buenas, y gente malvada haciendo cosas malas. Pero para que la buena gente haga cosas malas hace falta religión”.
A gran escala
Quizá el “experimento” haya sido realizado ya a gran escala, pero de una manera cruel e injusta. Por ejemplo, con los regímenes comunistas (soviético, chino, cubano), que casi prohibieron las religiones en sus países e “instaron” a los habitantes a que fueran ateos. Es sensato pensar en que resulta imposible obligar a una persona a que crea o deje de creer, pero también lo es que del mismo modo que las costumbres (geográficas, sociales, culturales) conforman la religión de las personas, también pueden forjar la falta de religión en la gente. Pensemos entonces en todo ese pueblo soviético, ateo en su mayoría: ¿no había entre ellos personas sensatas, buenas, amables, preocupadas por su bien y el de los demás, respetuosas de la justicia, asidas a una ética surgida de su propia valoración de la vida en sociedad? ¿La mayoría de la gente no era acaso así? Recordemos, por último, una reciente noticia que divulgaron las agencias de noticias. Según una encuesta, la mitad del pueblo alemán no cree en Dios actualmente. ¿Hay hoy menos personas buenas en ese país que, por caso, en el año ’40, en el apogeo del nazismo, un partido de ligazón y prédica encendidamente católicas?
Quizá el “experimento” haya sido realizado ya a gran escala, pero de una manera cruel e injusta. Por ejemplo, con los regímenes comunistas (soviético, chino, cubano), que casi prohibieron las religiones en sus países e “instaron” a los habitantes a que fueran ateos. Es sensato pensar en que resulta imposible obligar a una persona a que crea o deje de creer, pero también lo es que del mismo modo que las costumbres (geográficas, sociales, culturales) conforman la religión de las personas, también pueden forjar la falta de religión en la gente. Pensemos entonces en todo ese pueblo soviético, ateo en su mayoría: ¿no había entre ellos personas sensatas, buenas, amables, preocupadas por su bien y el de los demás, respetuosas de la justicia, asidas a una ética surgida de su propia valoración de la vida en sociedad? ¿La mayoría de la gente no era acaso así? Recordemos, por último, una reciente noticia que divulgaron las agencias de noticias. Según una encuesta, la mitad del pueblo alemán no cree en Dios actualmente. ¿Hay hoy menos personas buenas en ese país que, por caso, en el año ’40, en el apogeo del nazismo, un partido de ligazón y prédica encendidamente católicas?
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